FRAGMENTO DEL LIBRO DE ARENA
J.L.Borges
La línea consta de un número
infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de
un número infinito de planos; el hiper volumen, de un número infinito de
volúmenes... No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de
iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo
relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de
la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta.
Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso
mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y
traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al
principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo
rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra
conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre
tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.
-Vendo biblias-me dijo.
No sin pedantería le contesté:
-En esta casa hay algunas bíblias
inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano
de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de
la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.
Al cabo de un silencio me contestó:
-No sólo vendo biblias. Puedo
mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines
de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la
mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por
muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía
Holy Writ y abajo Bombay.
-Será del siglo diecinueve-
observé.
-No sé. No lo he sabido nunca- fue
la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me
eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía,
estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era
apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas
había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número
(digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba
numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en
los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un
niño.
Fue entonces que el desconocido me
dijo:
‹Mírela bien. Ya no la verá nunca
más.
Había una amenaza en la afirmación,
pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el
volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras
hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
-Se trata de una versión de la
Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
-No-me replicó.
Luego bajó la voz como para
confiarme un secreto:
-Lo adquirí en un pueblo de la
llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer.
Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más
baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su
libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni
principio ni fin.
Me pidió que buscara la primera
hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la
portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil:
siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si
brotaran del libro.
-Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré
balbucear una voz que no era la mía:
-Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de
biblias me dijo:
-No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es
exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué
están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los
términos de una serie infinita admiten cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
-Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si
el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
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